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Capitulo IV: La cruda verdad

  La ventisca se había apaciguado momentáneamente, pero el silencio que dejó en su estela era más aterrador que el rugido del viento. El grupo avanzaba lentamente por un páramo cubierto de hielo negro, donde los restos del Engendro de Escarcha quedaban atrás como un monumento macabro. La sangre congelada se aferraba al suelo en formas retorcidas. La atmósfera era pesaba como una lápida sobre cada uno de ellos.

  Luna lideraba en silencio, sus ojos fijos en el horizonte que brillaban por la luz del sol con un color rojo carmesí intenso, pero sin vida, como si carecieran de emoción. En cambio Eliot, el ni?o que aún temblando en los brazos de Joás, no decía palabra alguna. Su cuerpo aún se estremecía con cada recuerdo del terror reciente. Sin embargo, algo en el ambiente era... distinto. Un escalofrío reptaba por las espaldas de todos, una presencia invisible que los observaba desde algún rincón oculto de aquel infierno helado.

  —No estamos solos... —susurró Luna al grupo, su voz quebrada por la tensión, apenas un hilo ahogado por el miedo.

  El grupo se volvió de inmediato, los ojos bailando frenéticamente entre las sombras y las grietas del hielo. Entonces, los vieron. Figuras humanas... o lo que se asemejaban. Sus cuerpos estaban cubiertos por una capa de hielo translúcido, tensada como una segunda piel que los hacía brillar con un pálido resplandor espectral, como si la mismísima muerte los hubiera esculpido en escarcha con sus propias manos. Sus ojos, dos pozos grises y vacíos, reflejaban la ausencia total de vida. Observaban desde la distancia, inmóviles, fundiéndose con la oscuridad. Acechaban desde los escombros de la ciudad destruida, ocultos en las sombras más profundas, como unos cazadores listos para atacar. Hambrientos de algo más que carne... ansiosos por arrastrarlos a un frío del que no habría regreso.

  La voz de Elián exclamó sus nombres:

  —?Maldita mar... Son caminantes!—

  Criaturas que vagan en grupos por este mundo desértico y helado, siempre en busca de algún desafortunado que se convierta en su cena. Su característica más peculiar era su forma de atacar: mordían a su presa como si fueran unos zombies. Sin embargo, un solo mordisco de estos seres era mortal, pues la zona afectada se congelaba de inmediato, volviéndose irrecuperable e inútil, hasta el punto de causar la muerte.

  El grupo se posicionó en formación circular, preparados para la batalla contra aquellas criaturas. En el centro se encontraban Joás y el peque?o Eliot, acompa?ados por Luna, quien daba instrucciones a los demás mientras custodiaba al ni?o y vigilaba de cerca al impredecible Joás.

  —?No vas a pelear junto con tus hombres? —preguntó Joás con tono sarcástico y desafiante.

  Luna esbozó una leve sonrisa, mirándolo a los ojos con una mirada firme antes de responder:

  —Aprecio tu sarcástica preocupación por mis hombres. Pero no, no es necesario. Ellos saben qué hacer y, además, son perfectamente capaces de lidiar con los caminantes. En cambio, tú eres más peligroso que ellos. Nuestra prioridad absoluta es llevarte a la colonia de inmediato. Espero que cumplas tu parte del trato y nos acompa?es sin problemas, Joás.

  Su voz sonó amenazante e imponente mientras se acercaba cada vez más a él ya Eliot.

  —?Qué afortunados somos, Eliot, de que esta hermosa se?orita nos esté custodiando y protegiendo! —exclamó Joás con sarcasmo, dejando escapar una carcajada.

  Todos estaban en posición, esperando a que los caminantes rompieran la tensa calma previa a la batalla con sus ataques desenfrenados, como si de muertos vivientes se tratase.

  De pronto, una peque?a voz interrumpió la tensión del momento.

  Era Eliot, el peque?o ni?o, quien sacó de su bolso, que colgaba de sus hombros, una especie de lámpara y se la entregó a Joás, quien lo miró confundido por su inesperada acción.

  —Joás, por favor, coloca la lámpara sobre la palma de tu mano y genera una llama, pero que no sea muy fuerte —pidió Eliot con serenidad.

  Siguiendo la petición del ni?o, Joás generó una peque?a llama que se introdujo en la lámpara. Al instante, esta comenzó a emanar una luz intensa que se proyectó a las espaldas de los demás, iluminando el grupo en medio de la ciudad.

  Al ver aquella luz, los caminantes sintieron un terror indescriptible. Sus cuerpos se estremecieron y, presa del pánico, huyeron despavoridos, alejándose del grupo hasta desaparecer en la oscuridad. De repente, el peligro había desaparecido.

  Todos asombrados ante tal suceso, se voltearon y vieron la luz que se seguía emitiendo la lámpara que tenia Joás en su mano.

  Asombrada ante tal suceso Luna hablo y le pregunto al peque?o –?Cómo es posible que esta luz haya ahuyentado a los caminantes de tal manera?

  Nervioso y con un poco de miedo ante las miradas del grupo y las preguntas de Luna, el ni?o dio una breve explicación sobre el funcionamiento de la lámpara y los efectos de su luz:

  —Como saben, los caminantes le temen al fuego directo, pero es casi imposible usar antorchas con este frío y sus violentas tormentas de nieve. Además, mantener en constante uso las armas cuerpo a cuerpo agota rápidamente los núcleos de energía, lo que hace inviable generar fuego de forma tradicional, dejando como única opción el combate.

  Pero esta lámpara funciona de manera diferente. Al generar una peque?a llama en su interior, amplifica su luz, creando en los caminantes la ilusión de una gran llamada de fuego. Sin embargo, este efecto no funciona con ningún fuego... solo es posible gracias a las llamas que producen Joás.

  Asombrados por la explicación del peque?o, el grupo le agradeció con sonrisas genuinas que hicieron que Eliot se ruborizara.

  Elián, el más grande del grupo, soltó una estruendosa carcajada y exclamó a todo pulmón:

  —?Quién diría que salvarte la vida, peque?o, valdría totalmente la pena! Muchas gracias por ayudarnos, Eliot. Por cierto, ?tienes más aparatos como esos que puedan ser de utilidad?

  Con entusiasmo, Eliot respondió:

  —?Sí, así es! Aunque muchos aún son solo prototipos... y la mayoría se quedaron en mi campamento improvisado.

  —Ahhh, con que esos artefactos raros eran tus inventos, ni?o —murmuró uno del grupo con sorpresa.

  Interrumpiendo la conversación Luna: —Como sea, gracias, Eliot. Nos fuiste de gran ayuda contra los caminantes y nos ahorras una batalla —dijo Luna, mientras le frotaba la cabeza con suavidad y dulzura. En su rostro se dibujaba una sonrisa afectuosa y cálida.

  Posteriormente ordenando Luna a Joás que no suelte la lámpara y siga generando ese fuego y dirigiéndose al grupo, para que sigan con su camino de regreso a la colonia.

  Saliendo de la ruin y destruida ciudad el grupo pudo divisar a lo lejos la colonia, la cual emergía de la niebla helada como un cadáver descompuesto por el tiempo. Sus estructuras retorcidas y corroídas parecían esqueletos de una civilización que se mantenía viva solo por el instinto de supervivencia, ahora reducida a ruinas que lloraban escarcha. Las luces parpadeantes no ofrecían consuelo; Eran latidos moribundos de un corazón que latía débil y lento, los vigilantes de los muros, observaron como el grupo se acercaba y reconociendo sus trajes, se dieron cuenta que era Luna y su grupo de exploración, procedieron a abrirles las puertas para que entraran en la colonia.

  Ya adentro se podía ver a los habitantes, si es que aún podían llamarse así, eran sombras de lo que alguna vez fueron humanos. Sus rostros pálidos, ojos vacíos y manos temblorosas que se aferraban a cualquier indicio de calor. Los susurros llenaban el aire, ecos de tragedias no contadas, lamentos de aquellos que se rindieron ante la oscuridad y el hambre.

  El grupo avanzó entre los restos de una colonia apunto de sumirse en ruinas, observando los muros cubiertos de escarcha donde se veían cuerpos tirados, sin vida ya deformes que habían quedado atrapadas, congelados en el tiempo con una expresión de terror perpetuo. El viento soplaba como un canto fúnebre, cargado de cenizas y desesperación. Cada paso hacia el núcleo de la colonia revelaba horrores más profundos: puertas selladas con manchas oscuras, habitaciones donde el silencio pesaba más que cualquier grito, y pasillos donde la oscuridad parecía observarlos, expectante. No había salvación en ese lugar. Solo recuerdos de un apocalipsis que nunca terminó.

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  Aquí, en el corazón del hielo eterno, la esperanza era solo una mentira cruel, y cada aliento se sentía como el último.

  Mientras avanzaban por la colonia, los habitantes los observaban en silencio, con miradas vacías, como si en sus ojos se reflejara la desolación de aquel mundo. Reconocieron al grupo de exploración... pero algo estaba mal. Eran muy pocos. Menos de la mitad de los que partieron.

  El murmullo de los espectadores crecía con cada paso, un susurro cargado de temor y sospecha. De repente, una mujer se adelantó, bloqueando el camino. A su lado, una ni?a aferraba con fuerza su mano, con los ojos llenos de incertidumbre.

  Luna, al frente del grupo, se detuvo cuando la mujer la miró fijamente. Sus labios temblaban, su voz se quebró antes de pronunciar una única y aterradora pregunta:

  —Luna Starfire… ?Dónde está mi James? No lo veo en el grupo… —Su voz se alzó en un grito ahogado, desgarrador—. ?Dime, Luna! ??Dónde está?!

  Luna no respondió. No podía.

  Entonces, como si la mujer hubiera encendido una mecha, el resto de la multitud se unió al clamor. Voces temblorosas, desesperadas, cargadas de angustia:

  —?Dónde está Laura?

  —?Por qué no veo a Carlos?

  —?Díganme que Antonia está bien!

  —?Dónde está mi hijo?

  —?Y mi esposo?

  —?Papá...? ?Mamá...?

  El aire se tornó insoportablemente denso. Cada pregunta era un pu?al en el pecho. Cada nombre, un peso insoportable sobre los hombros del grupo. El dolor en sus miradas era tan abrumador como el silencio de los que regresaban.

  Congelados como estatuas, incapaces de pronunciar palabra, solo podían cargar con el peso de la verdad... una verdad demasiado cruel para ser dicha en voz alta.

  El bullicio de preguntas desesperadas retumbaba en el aire, una marea de angustia que los envolvía. Pero Luna no se inmutó. Su expresión permaneció impenetrable, sus ojos rojos afilados y vacíos, observaban a las personas de su alrededor.

  Esperó a que el estruendo de súplicas y reclamos terminaran, los cuales en busca de una respuesta, que los salvara de sus propios miedos. Estos se quedaron en silencio esperando oír una respuesta.

  Entonces Luna como la líder del grupo, habló con voz firme, sin una pizca de titubeo ni emoción:

  —No volverán.

  El impacto de sus palabras fue inmediato. Algunos jadearon, otros se llevaron las manos a la boca, ahogando sollozos que ya no podían contener. Pero Luna continuó, con la misma calma implacable:

  —Murieron allá afuera. No pudimos traer sus cuerpos. No hubo tiempo, no hubo oportunidad.

  Dejó que el silencio hiciera su trabajo, que cada palabra calara hondo como una sentencia inapelable.

  —Lloren si deben llorar, griten si necesitan gritar. Pero entiendan esto: en este mundo frio y cruel, la muerte es la única certeza. No hay promesas, no hay finales felices. Los que regresamos lo hicimos porque seguimos con vida, pero eso no significa que estemos a salvo. Así que tomen su dolor, su rabia y su pérdida… y sigan adelante. Porque ma?ana, podríamos ser nosotros los que no volvamos.

  Su voz nunca se quebró. No hubo disculpas, no hubo falsas esperanzas. Solo la verdad desnuda y cruel.

  Sin más que decir, Luna miró a su gente por última vez y con un movimiento de su cabeza de ordeno al grupo continuar avanzando, hasta la torre central de la colonia.

  Detrás de ellos, solo quedó el eco de su sentencia y el llanto de los que nunca volverían a ver a sus seres queridos.

  Joás se acercó con pasos tranquilos, observando a Luna con una mezcla de curiosidad y diversión. Su sonrisa era ligera, casi juguetona, pero en su mirada había un atisbo de genuino cuestionamiento.

  —Incluso para mí, esa respuesta fue un tanto cruel —comentó, con un suspiro, negando suavemente con la cabeza—. ?No podías haberles dicho algo más esperanzador? Algo que, al menos, les aliviara la pena.

  Luna no se detuvo. Sus ojos permanecían fijos al frente mientras respondía con la misma calma implacable que la caracterizaba.

  —?Esperanza? ?Para qué? —repitió sin cambiar el tono de su voz—. ?Para que sigan esperando a alguien que nunca volverá? ?Para que se aferren a una mentira y se destruyan aún más cuando la realidad los alcance?

  Guardó silencio un instante antes de continuar, eligiendo con precisión cada palabra.

  —El dolor es el precio que todos debemos pagar en este mundo. No hay escapatoria, no hay consuelo verdadero. Solo la certeza de que seguimos vivos un día más. No soy tan cruel como para darles falsas ilusiones cuando la verdad ya es lo bastante dura.

  Joás la observó en silencio, dejando que sus palabras se asentaran. Luego, con una sonrisa más auténtica, murmuró:

  —Fría, pero justa. Supongo que por eso eres la líder.

  Luna no respondió. No hacía falta. Había dicho todo lo que debía decir.

  Al llegar a la torre central de la colonia, el grupo se detuvo frente a sus imponentes puertas. Se alzaban como un coloso de metal y concreto, corroídas por el tiempo. La escarcha y las grietas cubrían su superficie, testigos silenciosos del incesante embate del frío y la desesperación. Luna avanzó sin dudar, con el grupo siguiéndola de cerca, sintiendo todavía el peso de las miradas de los habitantes clavadas en sus espaldas.

  Elian fue el primero en empujar las enormes puertas oxidadas, con la ayuda de algunos más. Estas se abrieron con un quejido lastimero, como si incluso el acero lamentara el destino de aquellos que cruzaban su umbral. En el interior, varios guardias permanecían apostados en sus posiciones, vigilando con expresión impenetrable. La atmósfera no era menos lúgubre. La iluminación parpadeante proyectaba sombras distorsionadas en las paredes resquebrajadas, y el aire estaba cargado con un aroma metálico y gélido.

  Siguieron un largo pasillo hasta llegar a una gran sala de congreso, aún en buen estado. A pesar del deterioro en otras áreas de la colonia, aquel lugar se mantenía sorprendentemente ordenado, como un auditorio listo para deliberaciones cruciales.

  Los miembros del Congreso ya los esperaban. En el centro de la sala se erguían cinco sillas principales, cuatro de ellas dispuestas de forma escalonada y ocupadas por figuras imponentes, excepto una de ellas. En lo más alto, una silla más grande destacaba del resto, ocupada por un hombre de cabello blanco y ojos rojos que los observaba con un aire de superioridad. A su alrededor, otros asientos formaban un semicírculo, evocando la estructura de un parlamento.

  Los líderes de la colonia, hombres y mujeres de rostros endurecidos por la escasez y la responsabilidad, no se levantaron cuando Luna y su grupo ingresaron. Simplemente los observaron en silencio, midiendo cada expresión, cada gesto. Sus miradas reflejaban cansancio, desconfianza y, lo más peligroso de todo, una esperanza frágil te?ida de desesperación.

  El primero en hablar fue un anciano de mirada cortante. Su voz, rasposa, era un vestigio de autoridad forjada en tiempos mejores.

  —Son menos de los que partieron.----

  No era una pregunta. Era un juicio.

  El anciano, llamado Magnar, lideraba la facción del Círculo de Sabios, aquellos encargados de preservar el conocimiento, curar a los enfermos y buscar soluciones para mejorar la vida en la colonia.

  Luna sostuvo su mirada sin inmutarse y respondió con frialdad.

  —Hicimos lo que pudimos.

  El silencio que siguió fue sofocante. Algunos bajaron la mirada. Otros, como la mujer de cabello negro y expresión implacable a la derecha de Magnar, la cual entrecerraba los ojos. Ajustó sus lentes con un leve movimiento de su mano izquierda, la cual evaluándolos con atención, aunque su inquietud se centró especialmente en Joás y el peque?o Eliot.

  Esta mujer se llamaba Elira, líder del Gremio de Ingenieros, responsables de reparar la infraestructura de la colonia y desarrollar inventos para su supervivencia.

  Finalmente, otro de los líderes, un hombre robusto con cicatrices marcando su rostro, cruzó los brazos y habló con voz grave y cansada.

  —?Encontraron lo que los mandamos a buscar?

  Su nombre era "Maelis", jefe de la Guardia del Hielo, la facción encargada de proteger la colonia y preservar la paz dentro de sus muros.

  Luna exhaló lentamente. Joás, aún sosteniendo la lámpara de Eliot, la miró de reojo con una sonrisa ladina, disfrutando de la tensión en la sala.

  —Sí —respondió ella con firmeza—. Aunque no de la forma en la que esperábamos.

  Se hizo a un lado, y se?alo con frialdad a Joás, el cual estaba siendo abrazado de la pierna por un tímido Eliot el cual estaba asustado, en cambio Joás solo podía ver a los lideres del consejo y demás con una expresión burlona y juguetona.

  El murmullo de desaprobación creció rápidamente, convirtiéndose en un rugido de voces indignadas que resonaban en las paredes del gran salón. Los líderes del consejo se levantaron de sus asientos, sus rostros te?idos de furia y frustración. Magnar golpeó la mesa con fuerza, haciendo temblar los documentos que yacían sobre ella.

  —??Un hombre y un ni?o en lugar del reactor que podría salvarnos a todos?! —bramó, su voz retumbando en la sala—. ??Estás jugando con nuestras vidas, Luna?! ??Acaso no comprendes lo que has hecho?!

  Los murmullos se convirtieron en gritos. El consejo entero estaba al borde del colapso, cada líder exigiendo respuestas. Los ojos llenos de rabia y desesperación se clavaron en Luna, quien permanecía inmóvil, como una estatua tallada en hielo.

  Antes de que el caos pudiera desatarse, un solo movimiento de su mano derecha bastó para sumir la sala en un silencio absoluto. Allí estaba él, en lo más alto, observando la escena con una expresión gélida, su mirada afilada como una cuchilla, cargada de una superioridad aplastante.

  Era el líder indiscutible de la colonia, el único capaz de mantener a las facciones unidas bajo un orden implacable. Marcus Starfire. Alcalde, sí, pero también juez, verdugo y la máxima autoridad de aquel refugio helado.

  Sus ojos rojos, encendidos como brasas en medio de la escarcha, se clavaron en el joven y el ni?o. Entonces, con una voz profunda, abrumadora y cargada de poder, habló.

  —Luna... —La voz de "Marcus Starfire" se deslizó por la sala como una sombra densa, gélida e implacable—. Espero, por tu bien, que esto no sea algún intento patético de excusa. Porque quiero creer que no eres tan ingenua como para pensar que eso que acabas de decir podría convencerme.

  Su mirada carmesí cayó sobre ella con el peso de una sentencia inevitable, perforando cualquier rastro de orgullo que pudiera quedarle.

  —?Cómo se supone que crea que esas personas son nuestra salvación? —Su tono se endureció, cada palabra afilada como un cuchillo—. Te enviamos con lo mejor que esta colonia tenía para ofrecer… Cien de nuestros activos más letales, una fuerza forjada con lo mejor que podían ofrecer las cuatro facciones. Y tú… tú, la líder elegida para guiarlos.

  Un silencio tenso se apoderó de la sala. Entonces, su voz se tornó más baja, pero cargada con una amenaza latente.

  —Y regresas… con apenas treinta. Treinta, Luna. Ni siquiera la mitad. —Sus palabras eran cuchillas heladas—. ?Y el reactor? Ese maldito núcleo de energía que podría mantener con viva a esta Colonia, ?Dónde está?

  Su figura, imponente desde lo alto, parecía crecer con cada palabra.

  —?Acaso traes una ubicación? ?Una pista? ?Algo que justifique el precio de esas vidas? —La tensión se volvió casi insoportable, cada segundo parecía ralentizarse bajo el peso de su ira contenida—. No… solo vuelves con las manos vacías… y con una monta?a de muertos que cargan tu nombre.

  El silencio posterior no fue un respiro, sino una amenaza sin palabras, un abismo helado que dejaba claro que la paciencia de Marcus Starfire estaba colgando de un hilo tan delgado como el hielo quebradizo.

  Las palabras de Marcus Starfire cayeron sobre Luna como un balde de agua helada. Sentía el peso del mundo aplastándola, cada palabra retumbando en su mente. Desde lo alto, podía sentir cómo la observaban, cómo su mirada penetrante se posaba sobre ella, implacable.

  El líder de la colonia, con esos ojos rojos que destilaban furia contenida, la dejaba sin aliento. Luna quería explicar que no habían fracasado, que sí habían traído lo que buscaban con desesperación, que el sacrificio y las muertes habían tenido un propósito. Pero las palabras no salían. Estaban atrapadas, ahogadas bajo la presión de su mirada y la angustia de no ser capaz de defenderse.

  En ese mismo instante, como si no pudiera sentir la tensión que colapsaba la sala, Joás pasó la lámpara que sostenía a Eliot. Con una actitud completamente despreocupada, una sonrisa burlona en su rostro, se acercó al lado de Luna. Luego, con un tono desafiante, se dirigió a todos:

  —?Por qué tanta tensión? Solo tengo que rellenar el maldito tanque de energía para que todo esté bien, ?no? —Su voz estaba cargada de desdén, como si no entendiera la gravedad de la situación.

  Con un gesto de indiferencia, sus manos comenzaron a arder en llamas. Luego, con un movimiento rápido, le sacó la lengua a Marcus Starfire, como un ni?o travieso desafiando a un gigante. El gesto infantil contrastaba con el poder descomunal que acababa de mostrar, dejando a los presentes en un silencio atónito antes de que la sala estallara en un bullicio de asombro y miedo.

  Marcus entrecerró los ojos, observando el fuego danzar en las manos de Joás. Su voz, cuando habló, fue apenas un murmullo helado:

  —?Qué demonios eres?—

  Joás sonriendo, inclinando la cabeza con diversión.

  —De verdad ?quieres saberlo?—-

  En ese instante, las llamas de sus manos cambiaron de color, tornándose de un Azul intenso, como si las llamas tuvieran vida iluminando la sala por completa.

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